jueves, 2 de febrero de 2017

Días de borrasca (víspera de resplandores)

Días de borrasca (víspera de resplandores), tal y como escupe la canción de Héroes del Silencio, a  quienes he tenido abandonados hasta hace bien poco. Es raro, pero a veces se abandona lo que realmente apasiona sin saber el porqué exactamente, hasta que llega un día en el que, como por arte de magia, vuelve con toda su fuerza. El proceso de vuelta, sorprendente y espontáneo, irrumpe precedido de una especie de alarma silenciosa en la cabeza que no se puede ignorar, que resulta inevitable de atender, que no hay que pararse a analizar, que viene de lo más profundo (del gut, como dicen los ingleses). Pero como el castellano posee vocabulario como para llenar cuatro Inglaterras, voy a llamarlo tripas, de esas que solamente viven en lo más hondo de la intuición, de la cabeza, de unas neuronas malgastadas, a veces, por pensamientos perros, y otras, por preocuparse por seres volátiles y efímeros, llenos de miedos, llenos de malos demonios. Supongo que es el precio que hay que pagar por pertenecer al grupo de los pasionales, de los de sangre caliente, de los que jamás renuncian a sus tripas, de los que van de cara (aún a riesgo de perderla), de los que jamás se lamentan por nada que les haya podido ocurrir. Y de los que reconocen lo que les pasa por la cabeza, aunque le teman. Me van los desafíos: lo reconozco. 


Allí donde los miedos desaparecen
Resulta curioso: cuando se está inmerso en lo que socialmente se considera como lo correcto o lo que toca, hay quien se deja llevar y no se para a analizar lo que realmente se le presenta ante sí. Y no es cuestión de nada, excepto de estar o no convencido. A veces, es tal el miedo que genera apretar el botón de parada y darle una oportunidad a las tripas, que la rueda lo engulle todo, hasta lo más profundo. Hay quien dice que no es tan fácil bajarse de ella, pero sí que lo es. Y fuera de la rueda, hay vida: mucha. Como todo, es cuestión de proponérselo y de decir "hasta aquí hemos llegado", de alcanzar la suficiente claridad y dejarse llevar tan sub-objetivamente (me acabo de inventar la palabra) como para saber qué es lo que realmente se desea (y hacerlo). Y es que hay veces que sincerarse ante uno mismo en ciertos aspectos exige bastante más esfuerzos que hacerlo ante los demás (quienes no quieran/sepan hacerlo, seguro que tienen bastantes demonios al acecho y, los que ya lo hayan hecho, estarán disfrutando del bienestar que esto genera). No nos engañemos, a este bienestar se le unen una serie de obstáculos que hay que sortear, temporales que hay que capear y ganchos que resultan imposibles de esquivar, aunque indudablemente los golpes se encajan mucho mejor cuando la higiene mental está a la orden del día. 

Los miedos no sirven para nada. Los caparazones, menos aún. El miedo evita experiencias, conversaciones, tardes de sol, noches de música a raudales, lugares con mil significados, lecturas reveladoras, de esas que hacen sangre de la buena; kilómetros de paseos, comidas deliciosas, elixires, encuentros esperados, e inesperados... 

Miedo y más miedo, reflejado en la cara, por mucho que se intente disimular... 

Morrison, nunca estuviste tan acertado como cuando dijiste: 


“Expose yourself to your deepest fear; after that, fear has no power, and the fear of freedom shrinks and vanishes. You are free.” 

Algo así como:


"Exponte a tus miedos más profundos. Después de eso, el miedo pierde su poder, y el miedo a la libertad se desvanece hasta desaparecer. Eres libre."

Es jodido aplicarse el cuento, pero es posible. Eso sí, hay que echarle huevos y dejarse de gilipolleces.


Another day in paradise